lunes, 7 de septiembre de 2015

Solo necesité dos cosas: mi techo y el silencio.

   Te amo, hoy que estaba sentada en el sofá observando el techo mientras mi cena estaba lista lo supe. Sí, te amo, es un hecho. Nada ni nadie puede hacerme cambiar de opinión. No se trató de una revelación o de un arrebato de alegría, yo solo estaba allí en mi sofá pensando en nada cuando de repente acepté que este constante vacío en las manos, este dolor interno y el inexplicable miedo al futuro son muestras fehacientes de que estoy enamorada de ti.
   Debí haberme dado cuento de ello cuando, la semana pasada, con arrogancia y cinismo, sacaste un cigarrillo de tu bolsillo y lo fumaste frente a mí, y ese gesto no llegó sino a significar una levísima incomodidad para mí. Es decir, mis ganas de besarte y abrazarte siguieron allí, no quise empezar a pelear, no quise gritar, en cambio preferí guardar el silencio más profundo y admirarte, aprovechar ese segundo de tu existencia, tus labios detrás del humo, tu concentración no solo en fumarte ese cigarrillo sino en "fumártelo bien". Sí, yo te admiraba mientras fumabas tu cigarrillo, por esto debí darme cuenta en ese instante.
   Pero no, yo solo necesité estar viendo mi techo, no hacer nada, no tener nada preciso en qué pensar para que la certeza de este amor me asaltara como una precipitación, la más inesperada y estruendosa, la que te moja el cuerpo entero y no te deja reaccionar. 
   Yo necesité ese silencio absoluto para darme cuenta de este amor que es evidente si me ves fijamente durante un par de segundos. Y no se trata de una revelación, yo diría más bien que mi corazón me contó un secreto, uno que solo sabemos él y yo: el secreto de estar enamorada, el secreto del dolor constante que esto produce, el secreto de nuestra complicidad... y pensar que solo necesité ver el techo en silencio.