miércoles, 19 de octubre de 2016

... De la vida.

No es amor si no se comparte

lunes, 17 de octubre de 2016

¿Lo recuerdan, hermanas?

   

   Ustedes deben recordarlo: Bongo nos hacía cosquillas en la cara con sus patas, y nosotras, extendidas sobre el piso de la sala, rodábamos intentando no aplastarlo. Además, llamábamos 'estajadas' a las tajadas y mamá nunca nos corregía.
   Nos ofrecíamos a pasar todos los cassettes del Nintendo 64 a nuestros vecinos y coleccionábamos estrellas en Super Mario 64 con la misma rapidez con la que devorábamos aquellos duros fríos de pera con leche que vendía la señora Dalia, ¿lo recuerdan? Seguro que sí, comprábamos cincuenta y nunca eran suficientes, como tampoco lo fueron los Jet y los chicles ácidos que le hacíamos comprar por cajas a papá en La Ñapa, mientras él, igual de consentidor que siempre, nos llenaba de toneladas de palomitas de maíz acarameladas y Golpe. 
   ¿Lo recuerdan? Nuestra infancia estuvo llena de tardes y noches de dulces, así como de madrugadas de estajadas y videoparodias de novelas que inventábamos sometidas por el ocio. Comíamos Reinitas, Newtons y Pingüinos de Marinela como si no hubiera un mañana, a la vez que sacábamos papelitos para escoger quién sería la primera en irse a bañar, mientras cantábamos las canciones de Pokemon comiendo Corn Flakes con azúcar y leche en polvo.
   ¿Lo recuerdan? Seguro que sí. Correteábamos por aquella enorme casa, sin dejar de pensar que era extraña y algo intimidante. Jugábamos UNO y nos bañábamos en improvisadas piscinas inflables que papá expandía en el piso del garaje justo detrás de su camioneta para que nadie nos viera hacer tonterías. Hacíamos el remolino, jugábamos al tiburón y tarareábamos canciones bajo el agua para adivinarlas en la superficie, ¿recuerdan eso? Nuestros vecinos, todos ahora de veintitantos (como nosotras) y regados por distintas partes del mundo, salían todas las noches a patinar, manejar bicicletas y enamorarse, y nosotras, tímidas y reservadas como de costumbre, a veces los acompañábamos y a veces los veíamos a lo lejos.
   ¿Lo recuerdan? Mamá vendía nuestras cosas en ventas de garaje y nosotras correteábamos o patinábamos por los alrededores sin pensar en que algo malo pudiera pasarnos. Brincábamos entre esas tres camas perfectamente paralelas y hacíamos competencias sin sentido, lanzándonos peluches de un lado a otro, pensando que a aquella a la que se le cayera al piso Scooby Doo, Winnie Pooh o Wazowski, sería la perdedora.
   Ir a Maracaibo era de las mejores noticias matutinas, y nos encantaba ir al cine y ver dos películas seguidas. ¿Lo recuerdan? Intentábamos asustar a los miembros de nuestra familia con serpientes y ratones de plástico que nuestro padre compraba en quien sabe dónde. A veces íbamos a que la señora Gladys a comprar caramelos en 50 bolívares y luego abríamos el Crucero Exprés con la especialidad del día a la orden: pan con pollo al curry, ¿recuerdan ustedes eso? Jugábamos monopolio y pocas veces terminábamos porque nos aburríamos. El mejor escondite era el closet de abuelo, y nos arrastrábamos por el piso jugando ese famoso juego que inventamos: 'Esconde mayor', creyendo que, de alguna forma, lográbamos ser invisibles ante los adultos, creando señales y claves con algunos movimientos tontos de las manos.
   ¿Lo recuerdan? Creíamos (y con razón) en el ratoncito Pérez, y podríamos jurar que vimos un oso panda gigante en El Alto de Escuque, donde también conocimos el amor frito en unos deliciosos buñuelos que vendía un señor o una señora en su carrito en medio de la plaza Bolívar, sin olvidar las deliciosas barquillas que nos costaban 200 bolívares y por las cuales cada cinco minutos íbamos a mendigarle dinero a nuestros padres. 
   Comíamos obleas luego de escribir nuestros nombres en ellas con leche condensada y corríamos enloquecidas cuando nos mencionaban las fresas con crema. Veíamos Sailor Moon hasta que amanecía y luego esperábamos que papá despertara para que nos fuera a comprar esas ricas y grasosas empanadas en el Rincón de Daisy, mientras intentábamos por quincuagésima vez pasar Body Harvest y el Nintendo siempre terminaba por congelarse. Pasábamos nuestras vacaciones en aquella casa cerca de la Panadería California y cada noche íbamos a comer pizza en Mía Pizza, sin olvidar el aceite de oliva y el queso parmesano.
   ¿Lo recuerdan? Era sencillo ser feliz, y de hecho lo fuimos. Yo, ahora, tan solo espero que esa misma felicidad se mantenga, a pesar de las frustraciones y las dudas, a pesar de los veintitantos y sus responsabilidades, a pesar de que finalmente nos dimos cuenta que la vida no es fácil, pero que aún así vivirla con alegría es lo único sensato.
Las quiero.

martes, 4 de octubre de 2016

... De la vida.

Y a veces, en historias como la de nosotros, esto es más que suficiente: aprender.