martes, 26 de febrero de 2013

Mis palabras sin vocación.

    Has de haberme visto alguna vez sentada en el borde de la banca, inquieta, ansiosa, nerviosa. Suelo hacer lo mismo cuando espero el autobús: voy de la acera a la carretera, echo un vistazo, luego dos, y así consecutivamente. A veces miro al cielo y me siento igual de ansiosa, no es que las palabras broten como un chorro de agua, ni mucho menos son escasas como tu paciencia, de hecho es casi lo mismo, pero un equilibrio. Resulta que mis palabras están fragmentadas, vienen de un lugar escondido a alterar mi vida, entonces me encuentras escudriñando en diccionarios, en poemas viejos y en libros de Coelho, todo aquello con la única intención de encontrar, de alguna forma, el procedimiento para unir esto con aquello... y ya no puedo. Es el oficio de escribir tan susceptible a mi ánimo, por más que hoy deje un poema de amor a medio camino y mañana intente retomarlo: no puedo, no es igual el aire, no es la misma canción, la hora no es la misma, me duelen los dedos de pensar tanto, siento tumores rebotar de mi pecho hasta mi cabeza, como trapecistas juguetones, como un circo andante o un grupo beligerante. Así siento mis palabras: nómadas de vocación, almas sin destino, improvisadores de caminos. Así son mis palabras: palabras de burbujeantes tempestades, fábulas, brújulas perdidas, palabras frías a veces, calientes cuando llueve, apasionadas palabras que duelen, que apuñalan, que deshidratan mares y construyen puentes subterráneos hacia el abismo. Palabras subrayadas, madrugadoras, calladas palabras que espero un día enamoren a un hombre capaz de admirarlas.

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