lunes, 12 de mayo de 2014

La visita.

     

     Y yo le dije sálvame, y él, ¿de qué? De la rutina, le respondí. Él se puso de pie, tomó su abrigo y salió de la casa. Contrariada, allí sentada en el sofá con todos mis demonios dando vueltas a mi alrededor, tomé el teléfono y le invité a una amiga un par de copas de vino. No puedo, me hizo saber, tengo visita, y yo colgué sin preguntarle nada más. La noche apenas empezaba y él ya se había ido, ¿qué podía hacer yo sin él? Era la hora de quedarnos hablando puerilidades, de besarnos escondidos, de combatir al receloso fin de la visita con la consciente negación de la existencia de los minutos y segundos. Sí, era la hora de repetir lo mismo de ayer con vergonzante ahínco, pero él se había marchado y yo solo quería mi rutina insaciable y mortal de regreso. Mi rutina de aburrirnos tanto hasta odiarnos, mi rutina de verle repantigado y como ausente sobre el piso, contando las hormigas, esperando la cena. 
     Ahora quisiera decirle que no fueron nunca un error -ni lo serán jamás, para gloria de Dios- esos días que solo se aceleraban cuando le abría la puerta de entrada a mi casa. No serán un error las tardes de examinarnos y contarnos mil historias; y mucho menos serán un error las noches de saberlo acongojado por la preocupación de perderme.
     Sálvame de la rutina, le había dicho hacía tan solo un par de minutos. Ahora, acudiendo a la perspicaz y dolorosa ironía de la vida, yo quería pedirle que me salvara con nuestra rutina. Que viniera y siguiera contando hormigas (las más grandes valen por dos). Ven, quería decirle, prefiero la confortable incomodidad de tu presencia rutinaria, que el vacío perpetuo, inmenso e infinito de tu ausencia indefinida. Ven, quería decirle, pero no lo veía.
     Media hora después de culparme por mi conducta dolosa, él tocó la puerta. ¿Flores?, reconocí, tomando el ramo de dalias de sus manos perturbadas por el frío exterior. Flores, reconoció, como dudando de lo que hacía. Flores, acepté. Nunca te regalo flores, me dijo. Reí un poco frente a él, era cierto, él nunca me regalaba flores, no porque fuera descuidado, que lo es, sino porque siempre habíamos dado por hecho que las flores no eran un regalo aceptable, cuando había tantos libros por leer y tantos chocolates para comer.
     Después de poner mis dalias en agua y volver a su lado en el sofá, quise informarle sobre algo: Hay un largo camino de hormigas en la cocina, deberías contarlas mientras está lista la cena, pero él no me obedeció esta vez y fue directo a los besos furtivos. Las demás cosas podían esperar, pues teníamos todavía el día de mañana para volver a empezar.

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