miércoles, 21 de mayo de 2014

Un jueves más.

    Hoy, como de costumbre, antes de que mi país despertara y yo me viera obligada al exilio de la ciudad capital, amanecí muy temprano, entre las cinco y seis de la mañana. Era jueves, el día emocionante, el vecino más cercano del viernes, el día que te daba aliento, y yo esperaba el bus en la misma parada de siempre, con la misma serie de oraciones de siempre, implorándole al cielo que mi ruta pasara rápidamente para llegar a la hora a mi clase.

    En el transcurso de unos cinco minutos de estar allí parada el vigilante de un club conocido de la ciudad me ofreció un pequeño banquito de plástico, al cual, desde luego, no pude negarme. Allí sentada, caí en cuenta de que estaba en una especie de círculo de reunión con el vigilante, el señor que vende los jugos y la chicha, el bedel del Banco y una señora que vendía perros calientes un poco más allá. Verme allí, entre esos personajes, me causó sorpresa y diversión.

    Yo, huraña como de costumbre, me senté diagonalmente para darles el mensaje de que no quería entrar en su conversación. De igual forma, estuviera o no estuviera yo allí, los hombres empezaron a hablar:

-Las dos jevitas que yo tengo tienen movistar, y yo las llamo y les envío mensajes rapidito- dijo el vendedor de chicha, el tal Daniel.

- Ah, ¿sí? ¿Una de esas fue la que vino ayer? ¿la flaquita?- le preguntó el vigilante, un tipo con sobrepeso, joven, extrovertido.

- Sí, esa misma- después empezó a explicarle que ella vivía en algún lugar con nombre de fruta que no recuerdo y que agarraba dos rutas para llegar allá. En ese momento pensé que el tipo era un descarado-. Y la gordita no ha venido más porque anda brava...

- ¡Ay! Colombiano marico, ¿qué habréis hecho?

- Yo nada, esa es arrecha.

    Ellos siguieron hablando de casi cualquier cosa y yo no dejaba de pensar en que el tipo no solo tenía dos mujeres, sino que ambas lo visitaban en el mismo sitio y, por si no fuera suficiente, su sitio de trabajo. "Un día de estos te van a agarrar, pendejo", quería decirle, pero después pensé: "¿Y si cada una sabe de la existencia de la otra? Hoy en día hay de todo".

    El vigilante, que me miraba siempre con ojos de "te tengo ganas", me decía muñeca, y yo seria, cero sonrisita, ni lo mirada, quería que el bus llegara rápido para irme.

    En ese momento, la señora empezó a hablar de los hombres bonitos, que eran unos inservibles, que ella prefería los feos y que porque ella no hacía nada con un tipo bello que a la hora de estar solos le pegara y la tratara mal. Sí, por eso ella prefería a los feos. Como si eso fuera decisivo. Yo quería decirle: "Hay tipos bellos y buena gente, pero no nos paran y a usted con esa blusa menos...", pero no, que rata sería decirle eso a una señora. Si a ella le gustan los feos, pues buenísimo, así no se esfuerza tanto.

    En eso, el vigilante le decía que no, que eso no era así, que si a él le ponían a una muchacha bonita (y me miraba, y yo haciéndome la loca, preguntándome dónde estaría el bus) y a una fea, él agarraba la bonita de una, sin pensarlo dos veces, y que porque qué hacía él con una fea. Y yo: "Dios mío, tan feos todos y hablando de mujeres bonitas..."

- Bueno, la fea por lo menos no te monta cachos- dijo Daniel.

- A mí no me importa si me monta cachos- aseguró el vigilante, el que me decía muñeca y me había ofrecido el banquito que no era ni suyo, sino del simpático Daniel-... a mí lo que me importa es que no me deje.

    Y yo calladísima, pero sorprendida también, porque no sabía que los hombres pensaban así. Seguro con esa mentalidad no solo le montarían los cachos las bonitas (si es que las consigue), sino también las "feas". Aunque algo bien cierto dijo el gordito, palabras hasta sabias y todo:

- Aquí en Venezuela no hay mujer fea, sino desarreglada, porque todas las mujeres son bellas, y igualitas todas...

- Eso no es verdad- refutó la vendedora, moviendo sus manos en el aire-, no todos tenemos sentimientos iguales. Yo tengo sentimientos distintos a los tuyos y él a los tuyos y ella (yo, que ni la miraba) a los de él, y así...

- ¡No! ¡Eso es una mierda! Todas son igualitas, están repetidas.

    Y yo: ¡Team señora, team señora!". Y el bus llegando, y yo que me levanto del banquito como simulando tristeza por tener que abandonarlos, mientras decía:

- Gracias por el banquito. Chao.

    Y casi que me lanzo al bus. Ya era tarde por la mañana.

    Allí, sentada en el bus camino a la universidad, me puse a pensar en que Daniel, el vigilante, el bedel y la señora estaban allí todos los días, de lunes a viernes haciendo cada uno su trabajo, desde las seis de la mañana hasta sabe Dios qué hora de la tarde. Allí, en esa esquina siempre, todos los días observando, hablando, matando el tiempo, vendiendo un jugo o dos, bajando la cuerda para que los carros de los ricos se estacionen en el club, echándole mostaza al pan... sin lugar a dudas, de algo debían hablar y algo debían conocerse entre sí...

lunes, 12 de mayo de 2014

La visita.

     

     Y yo le dije sálvame, y él, ¿de qué? De la rutina, le respondí. Él se puso de pie, tomó su abrigo y salió de la casa. Contrariada, allí sentada en el sofá con todos mis demonios dando vueltas a mi alrededor, tomé el teléfono y le invité a una amiga un par de copas de vino. No puedo, me hizo saber, tengo visita, y yo colgué sin preguntarle nada más. La noche apenas empezaba y él ya se había ido, ¿qué podía hacer yo sin él? Era la hora de quedarnos hablando puerilidades, de besarnos escondidos, de combatir al receloso fin de la visita con la consciente negación de la existencia de los minutos y segundos. Sí, era la hora de repetir lo mismo de ayer con vergonzante ahínco, pero él se había marchado y yo solo quería mi rutina insaciable y mortal de regreso. Mi rutina de aburrirnos tanto hasta odiarnos, mi rutina de verle repantigado y como ausente sobre el piso, contando las hormigas, esperando la cena. 
     Ahora quisiera decirle que no fueron nunca un error -ni lo serán jamás, para gloria de Dios- esos días que solo se aceleraban cuando le abría la puerta de entrada a mi casa. No serán un error las tardes de examinarnos y contarnos mil historias; y mucho menos serán un error las noches de saberlo acongojado por la preocupación de perderme.
     Sálvame de la rutina, le había dicho hacía tan solo un par de minutos. Ahora, acudiendo a la perspicaz y dolorosa ironía de la vida, yo quería pedirle que me salvara con nuestra rutina. Que viniera y siguiera contando hormigas (las más grandes valen por dos). Ven, quería decirle, prefiero la confortable incomodidad de tu presencia rutinaria, que el vacío perpetuo, inmenso e infinito de tu ausencia indefinida. Ven, quería decirle, pero no lo veía.
     Media hora después de culparme por mi conducta dolosa, él tocó la puerta. ¿Flores?, reconocí, tomando el ramo de dalias de sus manos perturbadas por el frío exterior. Flores, reconoció, como dudando de lo que hacía. Flores, acepté. Nunca te regalo flores, me dijo. Reí un poco frente a él, era cierto, él nunca me regalaba flores, no porque fuera descuidado, que lo es, sino porque siempre habíamos dado por hecho que las flores no eran un regalo aceptable, cuando había tantos libros por leer y tantos chocolates para comer.
     Después de poner mis dalias en agua y volver a su lado en el sofá, quise informarle sobre algo: Hay un largo camino de hormigas en la cocina, deberías contarlas mientras está lista la cena, pero él no me obedeció esta vez y fue directo a los besos furtivos. Las demás cosas podían esperar, pues teníamos todavía el día de mañana para volver a empezar.

jueves, 8 de mayo de 2014

Enmanuel.


Enmanuel habla muy poco. Tiende a balbucear algunas palabras. Enmanuel es callado y misterioso, pero quiero fundirlo en un abrazo tan cálido como su ecuánime sonrisa. Enmanuel podría ser mi hermanito o tan solo un muy buen amigo, yo le enseñaría a gritar y él me enseñaría a callar. Yo le daría clases de rebeldía, él me guiaría hacia los insospechados caminos de la meditación. Quizás saldríamos a correr juntos y leeríamos los mismos libros. De seguro Enmanuel entendería el miedo que me dan los hombres y se reiría un poquito disimuladamente, para no herirme. Yo le contaría a Enmanuel del viaje en bus, del poema que leí el día anterior, de que mi papá era fotógrafo y él seguro sospecharía que oculto algo. Tan suspicaz, tan astuto mi callado y curioso Enmanuel. Yo te enseñaría a correr y te buscaría una novia, de seguro movería el universo para hacerte feliz. Enmanuel, yo escalaría montañas, nadaría océanos completos solo para seguir admirando la paz que desbordas. Habla un poquito más alto, Enmanuel, sonríe más de vez en cuando, quizás dos o tres veces cada hora, camina erguido, Enmanuel, mándale saludos a tu hermanita, abrázame, amigo, tan solo se tú mismo, se Enmanuel.