jueves, 16 de julio de 2015

Extranjera del caos

     

Para María, la extranjera del caos.

     Así que María lloraba y Jorge la miraba a lo lejos. Cuántas ganas sentía él de acercarse a consolarla, de secarle las lágrimas, de contarle uno o dos chistes terribles pero muy bien intencionados. Cuántas ganas sentía ese hombre de agitarla un poco, de hacerla reaccionar, de levantar su mirada para que observase lo que la rodeaba: aquel paisaje abstracto y perfecto de la ciudad, la silueta de los semáforos, el ruido de los restaurantes, el olor a cigarrillo pegado a la invisibilidad del aire. Seguro María había notado todo aquello alguna vez, Jorge divisó a lo lejos que parecía ser una lectora asidua por su forma de vestir, la bufanda que no combinaba con nada y no venía al caso en esa época del año y las tres perforaciones en cada oído. "No se puede ser más lectora", pensó Jorge, mientras observaba cómo ella usaba su descolorida bufanda para secarse las lágrimas. 
   Los peatones, indiferentes como en toda gran ciudad que se respete, alcanzaban a mirarla solo unos segundos y simular que otra cosa y no los sollozos de aquella mujer era lo que los había hecho voltear. Rodeándola a ella, un aire extraño, no parecido al de la ciudad, sino más bien al de la comida casera, la comida hecha por tu mamá en algún pueblo a una o dos horas de la metrópolis. Jorge dedujo entonces, no tan seguro como lo estaba de sus madrugadas de lectura, que María era una extranjera del caos y que si no lloraba por un corazón roto, lo hacía porque la ciudad entera, maldita e irreverente, se la había tragado una docena de veces o más. 
    "Pobre María", pensaba Jorge, ansioso, inquieto, curioso. María parecía de esas mujeres profundas y calladas que enloquecen a los hombres con sus torpezas y defectos, ella indicaba ser de ese tipo que desconoce que su encanto principal son los nervios y la desconfianza. María parecía haber leído una o dos veces El Principito y tener un poema favorito en algún libro junto a su cama, cuya página conocía perfectamente, pero que aún así marcaba con algún viejo calendario de algún año que le trae recuerdos inesperados. A María parecía gustarle el café, las tardes de lluvia, la luna menguada, la astrología y los balcones... pero seguro la ciudad le estaba destruyendo de a poco los sueños y por eso ella hoy lloraba ante Jorge, sentada en aquel banco de cemento, postrada en sus dudas, encasillada su alma, bendita alma que a Jorge tanta intriga le causaba.
    "Maldita ciudad", se dijo Jorge ahora en voz alta, un extraño volteó a mirarlo de muy mala gana, pero él lo ignoró. "Maldita ciudad", se repitió, ahora en sus adentros, "te llamaré María, no por ser un nombre fácil de recordar, sino porque te quiero ver mañana y al día siguiente en todas partes". Y Jorge fue el domingo a la iglesia y le hablaron del milagro de la madre de Jesús. Y Jorge fue el lunes a la librería y vio en oferta el libro "María" de Jorge Isaac. Y Jorge fue el martes a un café y sonaba esa famosa canción de Santana con el mismo nombre. Y el jueves Jorge veía la televisión y volvió a ver aquella famosa película que contaba la historia de la archiduquesa de Austria: María Antonieta. Y así fue todos los días, uno tras otro. María estaba a donde mirara.

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