lunes, 7 de diciembre de 2015

La otra mujer, la sagrada.

    

    Lo sé. Sé que fallé, de hecho supe que fallaba desde el primer momento en que posé mi mirada sobre ella, pero no pude hacer nada al respecto después. Como dirían los cobardes como yo: era demasiado tarde... pero sí, lo era, ya era demasiado tarde para no sentirme atraído a su figura, a su cabello, a su olor. Qué mujer tan sagrada, pensaba, qué dulce huele, qué delicia debe ser tocarla, entre otras cosas...
     ... era un maldito inseguro que pensaba que no podría conseguir una mujer así ni en sus sueños más alocados. Pero imagínate, ponte en mi lugar, pregúntate lo que pensé cuando sus ojos también se posaron sobre mí, con deseo, con curiosidad. Si esa mujer no se hubiera fijado en mí, quizás, quizás habría tenido una pequeña oportunidad para huir asustado de su belleza, quizás, pero no, no fue el caso. Esos ojitos de ella, sagrados, puros, me miraron esa noche bajo la oscuridad y me sentí poseído de repente por una angustia interna que solo podía traducirse en una sola cosa: ir hacia allá y presentarme.
Eso fue exactamente lo que hice. 
     Natalia, sí, se llamaba... se llama Natalia, ya te lo dije en nuestra última discusión, yo la llamaba "la mujer sagrada", pero eso no importa ya.
Natalia me sonrió, y entonces sentí cerrase en mis tobillos un candado de hierro forjado, no podía moverme. La fuerza impulsora que me había llevado frente a ella me había abandonado y solo me quedaba mi inseguridad... mi maldita inseguridad, la culpable de que te fallara.
     Recuerdo que en medio de mi silencio, Natalia volvió a sonreír y me dijo: Tómatelo con calma, tampoco es como si fuera a oír lo que me dirás. Entonces yo reí también, era cierto: la música sonaba muy fuerte, pero su voz lograba sobresalir, claro, no me interesaba otra cosa en la sala.
     Le quité su número, ella se fue sin el mío. Sabía que si nos volvíamos a ver sería única y exclusivamente un hecho imputable a mi persona... pero ya no había nada que hacer.
     Esperé dos días, el tiempo prudencial, según dicen muchos, y entonces la llamé, su voz de ángel. No tenerla en frente sonriendo me hizo ser el hombre con mejor oratoria del planeta: ¿Natalia? ¿Y a quién estás llamando, ah? No quisiera invitar a tu mamá o, peor aún, a tu papá a tomarse un café conmigo. Ella rió, y mi cuerpo entero tembló con su risa. Qué sagrada era... es esa mujer.
     Iré, fue lo único que dijo, y entonces pautamos el día, la hora y el lugar.
    Un café, pensé, qué inofensivo es un café en estos tiempos donde vicios como la droga, el alcohol y el sexo nos consumen.
     Así fue entonces: el jueves antes de las diez de la mañana nos encontramos en ese café a donde nunca te he llevado pero que siempre había tenido curiosidad de conocer. Discúlpame por hacer suyo ese lugar y no tuyo. Merezco que sigas haciéndome sentir miserable.
     Natalia llevaba un vestido de flores y una chaqueta de jean. Hermosísima, parecía que el sol solo se reflejaba en ella. De nuevo me ponía nervioso viendo sus labios carnosos. ¿Qué quieres?, pregunté, bueno, pues me prometiste un café, ¿no? Sí, y te prometo cuantos quieras.
     Y ella quiso tres cafés más, cada uno de ellos el siguiente jueves a la misma hora en el mismo lugar. Conversábamos muy bien sobre todo, ella estudiaba arquitectura y era amante de una banda local de rock alternativo que no se parecía en nada a su forma excesivamente dulce de vestir. El rosa era su color.
    Un jueves, pero ya no por la mañana, quedamos en ir a ese local a ver a su banda predilecta, en esa oportunidad ella se vistió de negro, con altos tacones, y yo me vi aún más atraído a ella: ¿esta es solo una de tus demás facetas? Solo soy yo, dijo apurada, intentando llegar a la barra sin perderme entre la gente, entonces fue cuando pasó: tomé su mano. Y si antes estaba perdido, ahora lo estaba más. Estaba cayendo en la tentación... y no me resistía.
     La banda tocó unas diez canciones sin pausa y mientras ella aplaudía y cantaba todas sus canciones, yo la observaba meditabundo, como si todo aquel escándalo del lugar me fuera indiferente, y de hecho era así. Yo solo quería admirar a Natalia, la mujer sagrada.
Cuando el concierto terminó, y luego de haber colgado a propósito varias de tus llamadas, ella tomó mi mano para no perderme de camino a la salida. Eran las tres de la mañana.
     ¿Te gustó?, me preguntó, arreglando su cabello despeinado. ¿Quién?, dudé, distraído con su belleza. El show, tonto, dijo riendo. Ah, el show, reaccioné, no le presté atención. ¿Y entonces qué viniste a hacer aquí? Aparentemente a tomarme de la mano contigo, hasta ahora es lo único relevante de toda la noche, prefiero concentrarme en eso.
     Ella meditó.
     Aún así tu noche puede mejorar, dijo con una seguridad acorde con su forma de vestir.
     ¿Cómo?, ahora era yo el curioso.
     Dime tú, ¿qué podría mejorar tu noche?
    Entonces, sin pensarlo, la besé. Aquel beso me supo a cerveza, a rock alternativo, a labial rojo, a traición, a deseo, a inquietud. Inquietud por encontrarla ahora más deliciosa que antes en aquél Café a donde nunca te llevé, donde antes su labial solo rozaba esa taza roja intensa que ella siempre pedía para tomarse su moca, y que ahora me marcaba a mí de la boca hasta el infinito de mi alma.
     Qué mujer tan bendita, pensaba.
     Natalia volvió a tomarme de la mano y esa vez no me soltó hasta que nos subimos a mi carro. Allí, tu recuerdo me noqueó la ilusión, mi última posibilidad de salir huyendo era decirle que tú existías...
     Quiero decirte algo, empecé, tengo... tengo novia, tartamudeé, pero tú me encantas. Me debato entre serle fiel a ella y no perderte a ti, es que... y antes de que pudiera seguir con mis excusas, ella dijo algo que nunca olvidaré, pues sus palabras retumbaron en mi cabeza como un tambor: "ya le fuiste infiel."
     Aquello me puso a pensar...
    ...que irónico es pensar que mi única posibilidad de huir de ella, siempre fue que ella, precisamente, me dejara a mí... Yo no podía huirle a Natalia.
Discúlpame, amor. Ódiame, amor, me lo merezco por enamorarme de Natalia.

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