viernes, 22 de noviembre de 2013

Click.


   Y entonces sucedió. Sonrió. Y yo en vez de conocerlo entero, una vez más, empecé a deducirlo y eso era justamente lo que me gustaba de él: que cada vez que lo veía sonreír algo hacía click y cambiaba.
   Quizás cambiaba él, quizás yo. No creo que sea importante saberlo. Él tan solo debería seguir sonriendo, atrayendo el sol por instantes. No hay luz que seque más rápido humedades que el sol que él secuestra cada mañana para encerrarlo en sus pupilas.
   Y yo rendida. Su sonrisa es mi detonante, tiene chispa, no camina, anda, ese hombre anda, nada lo detiene, a veces mira. Rendida. Sí, rendida. 
   ¿Y cómo no estarlo? Si con su sonrisa en la cara sale a darle mordiscos al mundo para terminar de comérselo entero y llevarme a mí y al resto de pendejas consigo. Ay, cada vez que sonríe algo hace click y cambia el paisaje. Maldito hombre, se traga el orgullo para agradarme y abre la puerta al entrar, me toma de la mano, me escucha, no se queja.
   ¡¿Cómo no haría click mi mundo?! Si hombres de su tipo no existen. Si este hombre no es una especie, es único. ¡Claro que haría click! ¡Por supuesto que cambiaría algo en mí! 
   El tipo no evolucionó, nació perfectamente imperfecto y empezó a sonreír y todos le empezaron a aplaudir. Seguro está acostumbrado a ver mujeres rendidas como yo. Mujeres pidiendo tregua.
   Mujeres que le dicen: "Ya para de sonreír" y al siguiente segundo, le andan intentando sacar sonrisas a punta de cosquillas.

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