jueves, 14 de julio de 2016

Veinticinco de junio.

   Fue sábado ese día, mi hermana y yo habíamos ido temprano al curso de ingles y a ella se le había caído su zarcillo favorito con forma de estrella. Ella, mirándome directamente a los ojos sin saber que sus próximas palabras serían un presagio de nuestro acontecer, me dijo: Se me cayó mi estrellita, algo malo va a pasar hoy, ya vas a ver. Yo solo me reí. 
   Unas amigas venían a visitarnos de Maracaibo y mi hermana y yo teníamos ganas de ver una película esa noche y luego hablar tonterías toda la madrugada, pero nuestros planes fueron cambiados cuando nuestras amigas dijeron: Queremos ir a bailar. ¿Y venir de Maracaibo hasta acá para irse sin matar esas ganas? Pues no, así que esa noche, luego de ir al cine y regresar sin haber visto una película (pues ninguna llamó nuestra atención), volvimos a mi casa con un buen amigo que nos buscaría más tarde para ir a la discoteca. Allí, empezamos a vestirnos: zapatos altos o bajos, cabello suelto o recogido, falda o pantalón, o quizás un vestido. Yo, por mi parte, terminé por irme lo más sencilla que pude: teníamos poco tiempo y yo, en lo particular, cero ganas de salir, pero a veces hay que hacer sacrificios por los amigos...
   ... nos vestimos en quizá una hora (poco tiempo considerando que éramos cuatro mujeres). Mientras corríamos buscando labiales y haciéndonos trenzas, llamó nuestro amigo (el que nos llevaría a la discoteca) y dijo: Creo que no podré ir por ustedes, estoy ubicando un carro. 'Sí, sí', le dijimos sin pensar y yo muy particularmente exclamé: 'Soluciónalo, te habla la ley' (un juego de nosotros). Y así fue, cuando hablaba la ley, ese muchacho siempre solucionaba (qué engreída). Salgan ya, nos dijo en otra llamada, y nosotras corrimos afuera, ellas taconeando, yo caminando con mi sencillez de esa noche, mi chaqueta de jean y mi nuevo corte de cabello.
   Cuando salíamos de mi casa vimos algo que nos paró el corazón: quizás veinte muchachos transpirados y en ropa deportiva que se aproximaban caminando lentamente hacia donde nosotras estábamos. ¿La salida más rápida? ¡Claro! El carro de mi amigo. No dimos las buenas noches al montarnos por dos razones fundamentales: primero, estábamos aún muy asustadas, solo queríamos que él apretara el acelerador; y segundo, se trataba de mi amigo, al que acabábamos de ver en el cine y a quien conozco desde que uso la razón. Ese tipo de formalidades (como decir buenas noches o 'por favor podrías...' se pierden cuando has desarrollado un vínculo de mucha confianza con alguien). En fin, cuando el carro por fin empezó a andar y dejamos a esos veinte tipos con sus horrorosas fachas atrás, mis amigas parecían estar algo inquietas. Una de ellas, alarmada y en susurros, logró soltar una exclamación pidiéndome con urgencia que le facilitara el bloc de notas de mi celular. ¿Y para qué?, le pregunté sin dárselo, mientras hablaba normalmente con mi hermana, quien estaba a mi derecha. Mi amiga, la asustada, empezó a señalar efusivamente al copiloto (las cuatro íbamos en los puestos traseros), preguntándome quién era ese. No sé, dije, ¿por qué me lo preguntan todo a mí?, bromeé. Ellas, mis amigas, siguieron haciéndome señas que no entendí hasta que miré al chófer y me percaté de que él no era mi amigo. Estoy segura que expandí mis ojos (ya de por sí grandes) todo lo que me fue humanamente posible ante la sorpresa. En ese momento, mi amiga me arrebató el celular y escribió: Nos van a secuestrar!!!!! Yo estaba en shock, intentando entender la situación y entonces, de la nada, ellos empezaron a hablar... en árabe y fue cuando también me percaté de que la música que salía del reproductor de sonido era música árabe. ¿Y esto qué es?, pensé en medio de mi desconcierto. Mi hermana empezó a reír y, como siempre, su risa me resultó contagiosa. Toda la situación era absolutamente ridícula... y continuó siéndolo aún más.
— Ustedes están locas— nos dijo el conductor con su marcado acento medio oriental—, ¿cómo van a montarse en un carro que no conocen sin preguntar antes?
— Y además sin dar las buenas noches— apoyó el copiloto, con un acento igual de foráneo.
— Disculpen, tienes razón en eso, pero no dimos las buenas noches porque estábamos asustadas por esos tipos que...
— No pueden no dar las buenas noches— siguió quejándose, y aunque no teníamos idea de lo que sería de nuestras vidas con ellos llevándonos a quién sabe dónde, mi hermana y yo reíamos, mientras nuestras amigas solo temblaban de miedo.
— Ok, ya entendimos— dije fastidiada—. ¿Cuánto es la carrera?
— Dos mil, y está barata.
   No estaba barata, de mi casa al sitio fácilmente podían quitarme setecientos, así que su precio era absurdo.
   En ese punto, mi hermana fue la voz pensante y propuso llamar a nuestro amigo. Ok, ¿quién tiene para llamar?, yo estoy cortada, dijo. Yo no tengo celular, dijo mi amiga. No tengo para llamar, dije. ¿En serio nadie tiene para llamar?, insistió mi hermana. Esa noche prometía.
— Yo les puedo prestar para llamar— dijo el conductor, sacando su celular—, pero te cobro 50 el minuto— y reía.
— No, gracias— le dije con orgullo, y entonces una de mis amigas sacó un celular con saldo quizás del bolsillo de Dios.
   Rápidamente marcamos el número de mi amigo y mi hermana habló con él: No, no, no, es más, si les pagan se arrechan, dijo él. Ok, dijo mi hermana, colgando la llamada. Su extraña e ininteligible música seguía sonando y cada vez había más tensión en el automóvil. Entre las quejas del copiloto por nuestra falta de educación y las cientos de estrategias del conductor para sacarnos dinero, mis risas empezaron a convertirse en auténtico fastidio y entonces pude pensar fríamente.
   Cuando el carro se detuvo frente al sitio, el que manejaba nos dijo con su terrible español: No se pueden bajar hasta que me paguen, son dos mil. Árabe tenía que ser, me dijo mi hermana (pues ya sabemos que a estos se les da bien ganar dinero). Estúpido árabe capitalista, pensé.
— Ajá, ¿y si no te pago qué? ¿Nos vas a matar a todas?— le pregunté, dándomelas de valiente. Mis amigas voltearon a verme con la rapidez que te proporciona la adrenalina que se libera cuando despierta tu instinto de supervivencia.
El tipo empezó a reír casi con cinismo, como si se burlara de nosotras y entonces yo me cansé:
— Bájate— le dije a mi amiga, que estaba temblando de terror, pues yo estaba justo en el medio—, estos idiotas nos están vacilando— continué—. Bájate— pero ella no me hacía caso.
   El copiloto acompañó a su amigo (o hermano o primo, no sé, nunca lo supe, esos árabes siempre andan en grupo) en las risas y terminó por decir: Las estamos molestando, no tienen que pagarnos nada.
— Me han dado ganas repentinas de pagarte la carrera— le dije, mirándolo de muy mala gana. Es más, te la voy a pagar, pero a precio justo y no a precio especulado.
— No, no, no— se negaron ambos—. No te vamos a aceptar nada, es más, cuando salgan de rumbear pueden llamarnos y nosotros las buscamos para llevarlas a su casa...
   ¡Já! solté, pensando que estos tipos estaban locos. Miren, les dije antes de bajarme del auto (intentaba salvar con mis siguientes palabras el poco orgullo que nos quedaba), tengan por seguro que en donde yo vea este Elantra beige de nuevo, nunca más me monto, ¿ok? Entonces nos bajamos todas juntas y yo dejé el dinero de la carrera en los puestos traseros.
   Las cuatro nos quedamos unos minutos en silencio intentando digerir lo que recién nos había sucedido. Finalmente, todas prorrumpimos en resonantes carcajadas. Sentí que me había montado en un taxi en Pakistán, bromeó mi hermana. Alana, cuando dijiste eso de que "¿nos van a matar?" casi me da un infarto, dijo una de nuestras amigas. Yo ya estaba marcando el número de emergencias por si acaso, dijo la otra. Nos estaban vacilando feísimo, les dije, pero voy a matar al bobo ese, solté, pensando en mi amigo.
   Luego de reír y comentar sobre lo sucedido quizás durante quince o veinte minutos, decidimos acercarnos a la entrada de la discoteca y casi un idiota borracho nos atropella a mí y a mi hermana en el estacionamiento. Ambas insultamos internamente al tipo, pensando en que definitivamente esa noche no había sido la mejor para salir. Sin embargo, seguíamos teniendo fe, hasta que le di mi cartera a mi hermana y esta la perdió por unos minutos. ¿Y ahora qué?, nos preguntábamos...
   ... Si esto pasó con una estrellita, imagina que se te hubiesen caído las dos, le dije a mi hermana. Ella rió: probablemente el apocalipsis, dijo, pero vamos a celebrar la vida bailando.

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