viernes, 3 de septiembre de 2010

No dejen nunca de extrañarme.

Mi habitación, vacía, inmaculada, recargada con recuerdos y experiencias. Su luz tenue que alumbra más que el sol, que me deja ver sus pasillos, sus estantes repletos de recuerdos de mi niñez y es allí donde quiero quedarme a llorar la nostalgia, la melancolía, pues el adiós es distinto, es difícil emprender nuevos caminos, desprenderse de lo que has conocido desde que eres un niño. La despedida, el crecer, es una prueba que debo hacer. Es el tiempo que me ha hecho crecer, ver, sentir, querer. Cuando me vaya, por favor, llámame cada minuto y no dejes de expandir cada mañana las persianas en mi ventana, para que el sol aún recuerde que siempre será bienvenido, aunque su luz no es como la de mi lámpara. Jamás dejaré de visitarlos, subiré en mis recuerdos los escalones que me dirigían al sótano y jugaré allí como en mi infancia solía hacerlo. Es tan difícil, distinto, esto de irse tan pronto para ser alguien listo e inteligente, es esto todo tan complicado. No dejes nunca, por favor, de echar un vistazo en mi cuarto, de ordenarlo aunque lo dejé inmaculado, de extrañarme al no verme sobre la cama escribiendo o sobre el escritorio dibujando, haré lo mismo en la Universidad. No llores tanto que el tiempo es oro y mi última imagen deseo sea feliz. No olvides que me gusta que me extrañen, por eso te dejo sobre mi almohada mil bendiciones, mamá. Trescientos besos, papá y todo mi amor en general.

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