miércoles, 10 de febrero de 2016

Estado de excepción.



     A mediados del mes de noviembre del año pasado nuestros jefes no dejaban de pautar reuniones para resolver la problemática del 'trabajo acumulado'. Tú, con tu barba y tus frases anti gubernamentales, acostumbrabas socavar la paciencia de todos los presentes para hundirlos en la realista miseria del país sin autoridad que envolvía las masas. Cuando hablabas con tanta pasión del odio que sentías por los mandantes adictos al poder, todos te mirábamos, algunos con curiosidad y otros con admiración, lo cierto es que, a nivel general, nos hacías creyentes. ¿De qué? Dime tú, pero creyentes en fin, aunque solo fuera por esos brevísimos minutos de histeria ejecutiva y jurídica. La histeria con más criterio y fundamentos que he visto y quizás veré en mucho tiempo.     
     Por aquellas reuniones que se convertían más bien en tus propios monólogos, fue que empecé a llamarte en silencio el abogado histérico y tú, por supuesto en tu mundo (odiando al mundo), ni enterado, pero aún así era divertido imaginar tu barba prendida en fuego y tus ojos ardiendo en llamas azules. Algún día lograrías vomitar sobre todos los presentes para expresar tu opinión sobre el socialismo y los colegas mediocres. Algún día hallarías la forma de evitar sufrir un preinfarto al llegar a los treinta.     
     Recuerdo que unos días antes de salir de vacaciones de Navidad, tropecé contigo en el pasillo de camino a los servicios médicos. Yo iba porque tenía una migraña terrible y tú venías, quizás, por histérico.
— Disculpa, chica— dijiste rápidamente, antes de subir la cara y verme.
— ¿Te pasó algo?— no pude evitar preguntar.
— Taquicardia, ¿viste esa mierda? El dolar llegó a mil y nadie hace un coño. Esta mierda es bizarra de verdad. El maldito loco que nos gobierna debería meterse su guerra económica por donde lo agarra el Ministro ese maricón que hasta se me olvidó el nombre.
— Deberías relajarte— le aconsejé, aunque sabía que no lo haría.
— Me lo dicen seguido, pero ya acepté que me moriré un día antes de cumplir los treinta.
— Probablemente.
— Y si un año después de mi muerte se arregla este peo, resurjo de mis cenizas convertido en un dictador peor que los que ya conoce la historia y ahí sí, ahí sí le jodo la vida al que se me atraviese.
— ¿Siempre peleas tanto? pregunté, aunque ya sabía que era un histérico 24/7.
     Entonces, por primera vez, él me miró, pero en serio, no como cuando daba sus discursos y su mirada altiva y bravía se paseaba por la sala haciéndole creer a sus oyentes que les hablaba a cada uno de ellos con una exclusividad que te hacía sentir especial y culpable al mismo tiempo.
— Tú siempre estás en esas reuniones comentó con firmeza.
— A mí también me parece que te he visto ahí— bromeé. Fue extraño verlo soltar una carcajada como un suspiro.
Disculpa, me indigno fácilmente con las injusticias, y nací en el país más hijueputamente injusto que pueda existir.
— Quizás estás destinado a hacer cosas grandes por la justicia, por eso eres abogado, ¿no?
— En efecto— él hizo una pausa, ya debía irse pues parecía que la conversación había llegado a término, pero en cambio se quedó y sobó su barba negra con una de sus manos.— Siempre eres muy callada en esas reuniones, ¿cómo te llamas?
     Yo le mostré mi carnet con una sonrisa.
— Pues, mucho gusto— dijo, estirando su cuello. Fue entonces cuando vi que había marcado su camisa perfectamente blanca con mi labial fucsia cuando tropezamos. De inmediato sentí miedo de su histeria.
— Manché el cuello de tu camisa—dije tímidamente.
Ahora pensarán que me estaba revolcando con una pasante— dijo, más incomodo que molesto.
— Discúlpame.
— De ningún modo te perdono, tienes que aceptarme un almuerzo.
— Ah, mira nada más, el demócrata actuando como todo un autocrata.     
   Él vaciló y terminó por decir:
— Tú eres un estado de excepción.


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