domingo, 10 de abril de 2016

Cuando le sacudo el polvo a lo nuestro.


Cuando le sacudo el polvo a lo nuestro, apareces.
Apenas ayer mencioné tu nombre y apareciste al día siguiente.
He empezado a temerle a esa certeza de tu regreso, cuando mis labios apenas rozan tus recuerdos.
Qué ironía, ahora que medito en ello. Tú, el hombre que aparecía y desaparecía, llegaba y se marchaba, el mismo que selló mis labios con los suyos para luego despedirse sin palabras, ese que escapaba, ahora posee el don secreto de adivinar a la distancia las pocas veces que le sacudo el polvo a sus ojos, todo aquello tan solo para aparecer tal como si no nos antecediera uno de los tantos enredos del amor.
Sí, tú vuelves ahora casi al mismo instante en que te nombro, pero con la misma intención de siempre: marcharte después de haber sellado con tus labios otro rincón oculto de mi cuerpo, ¡y cuánto me duele y me deleita saberme un graffiti de tus besos!, un mural entero de tus caricias, esas que no se borran, esas que no guardan prisa.
Mira cómo es Dios, cómo es el mundo: ahora que sé llamarte, nunca quiero que aparezcas, pero he de aceptar que es a veces inevitable volverle a decir a alguien que me marcaste la vida, porque hombres como tú no se olvidan, en cambio, se mantienen intactos, allí, en el lugar donde nacieron, de donde emigran anhelos y mueren los consuelos.
Tú, ahora poseedor de ese don secreto de adivinar a la distancia las pocas veces que le saco el polvo a lo nuestro, apareces sin ser ese mi deseo.
Cuando le sacudo el polvo a lo nuestro, las partículas de aquella historia regresan a mí convertidas en tu presencia... ¡y cuánto aborrezco eso! Me sigues dejando sin aliento.

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