domingo, 10 de abril de 2016

Trago amargo.


   Siento que camino al borde del precipicio contigo a cuestas. Eres como un maldito saco de arena: estás allí, pero siempre me pregunto para qué me sirves. Todos me dicen que para nada, y ellos, todos, tienen razón: Si te saco al sol, el viento te lleva lejos de mí en lo que cierro los ojos para maldecir tus adivinanzas, y créeme que he aprendido a hacer aquello en lo que tarda un pestañeo.
   Mira, debo admitirlo, esto no es nada fácil de hacer. 
   Sí, sí, esto que estoy a punto de hacer, por eso pásame ese trago, voy a tomarlo a pecho para decírtelo todo de una vez por todas:
quiero besar tu cuello, morder el lóbulo de tu oreja, pasar la yema de mis dedos por tus labios, rasguñar tus hombros, recorrer con mis pies tu espalda, presionar mis pechos contra tu abdomen, huirte, que corras tras de mí en la más diminuta habitación y descubras que no soy tan difícil como dicen, lo que quiero decir es que te deseo, aunque hayas convertido esto de los dos en el trago más amargo para beber. Sí, ya sabes a lo que me refiero. Quiero ser tuya, desde la punta de los pies hasta el último de los cabellos en mi loca cabeza... 
   ... pero no me dejas, y es por ello que camino contigo a cuestas por los lugares más peligrosos de la ciudad, pensando en que quizás la posibilidad de morir te haga caer por accidente en mi espalda, ya no como un trago amargo, sino como el más dulce daiquirí de fresa.
   Sí, ríete. Eres libre de hacerlo. 
   Sé que no te gustan los tragos dulces, pero te reto a negarte rotundamente a tomar ese daiquirí de fresa de la parte más baja de mi espalda. 

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