viernes, 18 de mayo de 2012

24 horas.

    Siempre me despierto con una misma imagen, mis ojos cansados, hinchados, somnolientos, frustrados. Siempre es la misma hora en mi reloj: 5:30 am, ni más ni menos, y en su llegada, una melodía feroz, persistente, monótona. Parece la misma canción que se repite. El sol aún no ha salido por completo. Caminaría descalza, pero ayer olvidé barrer la casa, lavaría mi cara, pero siento no haber dormido nada. 
     ¿Y el pasillo? El pasillo sólo es un pasillo, como todos largo, como todos oscuro, como todos te lleva a la salida. Mi ropa sobre mi hombro, como un morral de viajero, sin visa, sin pasaporte, sin destino; es peso innecesario, es una imagen borrosa... Hasta que encierro en mi puño la tela de la cortina y de un jalón extiendo aquello como extendería una sonrisa sincera. El sol no entra, porque aún no ha salido, tan sólo es el cielo celeste, casi gris, a veces totalmente negro. Abriría las puertas del balcón, pero a esa hora no hay viento y el sofá verde me invita a seguir lo que empecé ayer, tarde en la noche. Es casi un suicidio, un juego mental, una trampa misteriosa. 
     Caería por las escaleras, pero sigo manteniendome en pie, le doy los buenos días al conserje y devoro mi desayuno. Cada escalón va acercándome más a las bocinas, al mismo autobús escolar de siempre, a la señora de cabello corto y amarillo que me sonríe, dos, ocho veces; también su esposo, el gordo, el que me preguntó por una fulana carta y yo: "Eres inflamable, me quemas y me pones agua", la misma canción de siempre, el mismo cantante, los mismos audífonos, mi celular me empieza a aburrir, el autobús ya pasó hace un par de minutos, los conductores de los carritos por puesto siempre voltean a mirarme, la reja dorada se cierra en mis narices, el conserje regresa y me pregunta por mis hermanas: siempre es la misma respuesta.
     Ese condenado autobús escolar debería dejar de trabajar.
     El muchacho sentado en la ventana, escuchando música, estoy segura de que le gusta el rock, estoy segura de que se fuma un cigarrillo a escondidas de su profesor de Mecánica de fluidos II, estoy segura de que sabe quién soy, porque siempre nos miramos. Él quizá piense de mí lo que yo de él, él quizá ya se haya puesto a especular.
     Más tarde, veo a mi padre pasar de ser un conductor, a ser un copiloto. ¡Qué cosa más rara!
   Más tarde, me veo en el auto, de regreso a mi ciudad, mirando a través de la ventana, observando a la gente, a las mujeres, un par de niños de sus manos, un par de cuadernos de dibujo. El señor que vende su café, un par de Convers, un auto chocado, el cielo vuelto añicos y mi voz es un suspiro silencioso, en lo alto se ve la cumbre de calor, la inmersión completa en la nada. Desde la ventana veo todo más claro que en la mañana, mis ojos están bien abiertos, mi espíritu vuelve a decaer.
     Mi reloj vuelve a la hora pautada: 5:30, ¡ha dado la vuelta! 5:30 pm. Ya quiero ver el par de pupilas verdes de esa mujer que me dio la vida, quiero entrar a mi casa y ver mi teclado guardado en su estuche, deseo fervientemente abrir aquella nevera, cerrar aquella nevera, abrir aquella nevera y de nuevo cerrarla, quiero esa decepción, la frustración. Quiero recostarme en esa cama y maldecir mentalmente al perro de mi vecino. 
     Y tan sólo han pasado 24 horas, ¡24 horas de porquería! Parece la mitad de mi dedo meñique, parece la casa de en frente. ¡Veinticuatro horas y yo ya no aguanto! 
     Recuerdo al autobús escolar, la letra de aquella canción, el balcón, al gordo, la reja dorada y su censura, la mirada del conductor del carrito por puesto, al muchacho en la ventana, mi padre sentado en el lado izquierdo de un automóvil, la nada, la hora que se repite... Todo lo recuerdo, estas veinticuatro horas, las recuerdo, acostada en mi cama, maldiciendo al perrito de raza dudosa y abrazando a Scooby Doo.




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