miércoles, 10 de octubre de 2012

... Curiosidades: Nuestra pequeña victoria de esta tarde.

   Era poco más después de la hora de almuerzo, he roto algunos récords en cuanto a lo de "comer rápido" se refiere. Resulta que decidí estudiar dos carreras y mis días en la actualidad son un constante y vertiginoso ajetreo diario, pero no pasaría tales dolores de cabeza y exigencias si el asunto no me gustara. Me gusta estar en movimiento, siempre que no tenga sueño y haya comido lo suficiente, claro.
   Mi hermana y yo llegamos a la calle justo a la hora en que se suponía que el bus hacía su parada, pero he debido de tomar una foto de nuestras caras cuando vimos al tan famoso bus pasar frente a nosotras con su acostumbrada velocidad, seguro por debajo de los 60 km/h y gimiendo casi como si allí en el motor un gato estuviera muriendo asfixiado por el aplastante calor marabino. Mi hermana y yo nos tomamos de la mano y en señal de "¿y ahora qué?", nos dimos un fuerte apretón; lo primero que pensé fue: -¡No dejaré que ese bus me deje aquí en medio de la calle!-, y lo siguiente sin dudas fue algo digno de ver: empezamos a correr, intentando mantener nuestro bolso aún sobre nuestros hombros y controlando desesperadamente la respiración, mientras el corazón como que había decidido de un momento a otro hacer bailoterapia en nuestro pecho; el sudor salpicaba nuestras nucas y, cuando tocó atravesar la  calle, agradecí el hecho de que el semáforo luciera un reluciente rojo. En ese momento hubiera querido ser uno de esos chóferes de los carritos por puesto, que desde su ventanilla y con expresión jocosa, lo observan todo y no se pierden de nada. ¿Cómo habremos lucido mi hermana y yo ante sus ojos bañados de pericia? 
   Recuerdo ahora que, en el fragmento de segundo que pasamos entre la incertidumbre y el impulso de dar la carrera de nuestras vidas, un señor se percató de nuestra tragedia, y como todo caballero nos hizo un favor que, puedo asegurarles, valió la asistencia a nuestras clases y unos cuantos billetes ahorrados en nuestros bolsillos estudiantiles: ese hombre empezó a silbar con fuerza, propinándonos de esa manera el grato alivio de ver al desgraciado bus detenerse para recoger a sus agitadas pasajeras.
   Cuando subimos allí y nos vimos sujetas con firmeza a las barandas de los asientos (ya que no había puesto), por un momento nos olvidamos del despiadado calor que te da ganas de suicidarte, y el contacto ajeno de personas que en tu vida has visto y en tu vida volverás a ver, por un momento nos olvidamos de eso y sólo reímos, reímos incrédulas, agradecidas y, sobre todo, ¡victoriosas!

- ¿Ese señor silbaba así para detener el bus para nosotras?- le pregunté ingenuamente a mi hermana.

   Ella calmó sus carcajadas y esta vez sonrió llena de satisfacción:

- Sí, seguro- me dijo-. Olvidamos decirle gracias...

- Sí...- murmuré-. Es cierto.


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