jueves, 22 de septiembre de 2016

Azul celeste.

 
Aún recuerdo nuestra época de Caramelos, tarareábamos sin parar ‘cuento una a una las estrellas’, mientras tu viejo corvette plateado nos llevaba de viaje por las mismas calles de aquella ciudad que fue tan de nosotros como cada botella de vino que lográbamos comprar con los ahorros de un mes. Tus ojitos, cafés por las mañanas y negros después de las seis, no se parecían en nada al cielo, sino al infierno, pero me gustaba imaginármelos del color del destartalado y clásico automóvil que manejabas sin licencia cuando tu mamá, alcahueta hasta la médula, te lo permitía a escondidas de tu estricto padre. ¿Recuerdas? Hacíamos brownies improvisados con mezclas prelistas que comprábamos en el supermercado del centro, y de regreso siempre decíamos que casualmente en la calle Bermúdez quedaba esa heladería que era parada obligatoria solo por ser vista por nuestros ojos, sin pensar que para entonces creábamos a propósito casualidades para coincidir en cada rincón de nuestras vidas, pensando que canciones como Lamento Boliviano y Noche de entierro sonarían perpendicularmente en cada local que invadiéramos con nuestra loca sed de aventura, porque en aquellos años tan llenos de tiempo libre y tareas pendientes, disfrutábamos de la creación de buenos momentos, para recordarlos días como hoy que la nostalgia ataca sin aviso… ¿y cómo no? Si aún recuerdo el cielo que nos cubría aquel mes de septiembre. Tú mirabas aquella inmensidad con cierto suspenso que me provocaba más diversión que curiosidad, y entonces reflexionaste en algo que si bien no guardaba mucha lógica, de alguna manera encerró para mí en palabras todo lo que veníamos viviendo juntos: “El cielo no es azul, ni celeste… es azul celeste”, y yo a tu lado escuchando eso, tomando mi soda, me levanté impávida de la acera y te miré para decirte: “Pues, azul celeste será”. Y así fue. En aquel tiempo tan lleno de inocencia, no tenía energías para pelear, en cambio, concentraba mi atención en exprimirle el jugo a cada oportunidad de verte, sabiendo, sin saber  por qué, que en algún momento toda esa magia de nosotros se esfumaría, ya fuera por tu ausencia o la mía, por los estudios o el trabajo, o el país, o mil cosas más. Sin embargo, aunque fui consciente de esa realidad no tangible durante mucho tiempo de tenerte y no soltarte, llegado el momento del adiós, igual dolió. Dolió justo en el pecho, en el centro de mi cuerpo, dolió como si algo se quebrara y no tuviera reparo, justo como si de repente, una tormenta hubiera nublado mi azul celeste para siempre, tornándolo del gris más oscuro en la escala de colores y también, para mi desgracia, el más doloroso, si es que es posible, después de los dieciocho, que un color pueda remover en alguien tanto pasado y cariño.

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