sábado, 12 de junio de 2010

La soledad y yo.


El silencio se vuelve paranoia y te envuelve de imaginación, tu cabeza recrea lo peor en una simple y ruidosa brisa de viento; lo mejor en el recuerdo de la familia y el amor, lo loco en el pensar de nuestras más secretas fantasías y lo posible con sólo ver a tu alrededor. Sólo yo soy la viva, pero todos esos muebles me acompañan. Aún así me siento sola y necesito escuchar la voz de ese alguien, las risas compartidas, los gritos elevados al ritmo de la disonante música que solemos crear, las quejas y peleas sin sentido que produce la convivencia; una casa llena, dos pares de pulmones más, cinco corazones que laten bajo el mismo techo; cuánto me hace falta. La música que enciendes y me anima, tus oídos que me escuchan con atención, una presencia en esta sala; ya ni un vestigio de soledad.


La silueta de sus cuerpos sobre sus camas, bien ocupadas y situadas, eso extraño, eso me hace falta, eso deseo. Ya no soledad, no vengas a asaltar mi tranquilidad, que si los recuerdos vienen a hacerme extrañar, el dolor suficiente será. Mantente lejos, que tanto codearme contigo me ha hecho conocerte; me vengaré un poco, amiga mía, cuando éste cuarto con sus presencias se llene. Ya verás, sus voces te pospondrán unos tres dias, luego puedes venir a mi lado y contarme qué hiciste mientras estuviste sola, soledad. ¿Ves que no te sientes bien? ¿Ves que eres incómoda? ¿Ves qué tan bien nos llevamos?


Inevitable soledad. El destino te ha traído a mí.




Dedico este poema a mis hermanas, que, con sus ausencias, al darse la espalda para irse a estudiar a sólo una hora de aquí, se llevan gran parte de mis palabras y opiniones, y dejan un silencio enfermizo. Las amo y extraño. Este es para ustedes.

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