lunes, 8 de noviembre de 2010

Al otro lado de la calle.

La madrugada siempre me huele igual, el mismo golpeteo misterioso en las tejas y el insípido color negro difuminado regado por toda mi habitación.
Siempre despierto a esta hora y pretendo engañar a mis propias mentiras, enfrentar a mis demonios, cautivarme con objetos vacíos, huecos, sin sustancia, o sólo deslumbrarme con las mullidas sábanas de algodón,
Mi ventana goza de buena posicion y alumbra sólo el costado derecho de mi ansioso cuerpo congelado; guardando en ella, como en una caja rectangular, su ventana, su silueta observante, sus ojos que también aguardaron esta hora para encontrarse con los míos y desearlos mucho más cada encuentro clandestino; luce igual de cansado, igual de enamorado, igual de ansioso y frágil. No le guiñaba el ojo, pues no sé guiñar, tampoco había silvidos, pues no sé producirlos, sólo era el silencio que respondía todas las preguntas.
No vacilé en arreglarme tan siquiera un poco, pues él ya me había visto semidesnuda una vez por puro accidente. Yo no presté atención al hecho de que él se regodeaba sin camisa frente a su cristal, pues su rostro cansado y un poco soñoliento me resultaba más importante. Sólo podía oír mi corazón latir al ritmo en que lo hace un órgano enamorado: cruelmente rápido. Mi respiración faltaba a las espectativas y el estúpido tiempo no era mi aliado. Podía salir corriendo a su puerta, podía gritar su nombre desde mi ventana, podía arrancar mi blusa y tentarlo con la imagen, pero nada era silencioso ni prudente para nosotros: dos adolescentes, cautivos, presos en esta casa gobernada por nuestros padres. Yo podía sólo articular mis frases; un te quiero sería suficiente para él, y con eso no haría falta mostrar mi piel para hacerlo feliz, pues temo perder su interés y que se canse de esta relación a corta, pero interminable distancia. Pues es él mi Romeo, son cincuenta metros los que nos separan. Frente a frente, pero sin poder tocarnos. Dos ventanas. El amor de mi vida al otro lado de la calle.

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