miércoles, 2 de noviembre de 2011

Veintitrés años.

      Han pasado veintitrés años desde que decidieron unir sus vidas con el matrimonio y ambos siguen amándose, aunque no lo demuestren públicamente y tiendan a llamarse por sus nombres; lo cierto es que nunca han sido muy demostrativos, creo que prefieren estar solos, pero aún así no pueden evitar que las miradas se hagan notables, que las caricias y las risas tengan dobles sentidos, que el haber pasado por tantas dificultades los uniera aún más, ¿y qué puedes esperar si están juntos desde que son adolescentes? De vez en cuando, al abandonar mi habitación y escabullirme hasta la de ellos, cuando la misma cobija que los cubre a ellos cubre mi cuerpo, puedo ver que ella lo observa sonriente y le acaricia la barriga y el bigote como si no quisiera perderse de nada, sus ojos verdes brillan, son dos enormes estrellas a la espera de una mirada de él, que con tanto orgullo la rodea con sus brazos y se deja dormir en su regazo. Yo sólo los observo, en silencio, como si no hubiera visto nada... es en esos momentos cuando me doy cuenta que el matrimonio es uno de los inventos más complicados y difíciles de sobrellevar, pero que, al llegar la noche, al llegar ese momento en que puedes recostarte junto a tu esposo y rodearlo con tus brazos, estrecharlo junto a tu cuerpo y juguetear bajo las sábanas, todo parece perfecto, las cosas parecen tomar un rumbo, te invade un silencio lleno de paz, se siente a ese antiguo amor tomar la habitación y transportarte.
      Ellos siempre ríen... y pelean, pero sobre todas las cosas ríen. No es perfecto, pero díganme: ¿qué cosa lo es en el mundo? Siempre he tenido esta idea de que cada uno depende del otro. Él ha sido el único hombre en la vida de ella y se nota, porque cada noche ella le acaricia la barriga y el bigote como si no quisiera perderse de nada.

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