lunes, 23 de agosto de 2010

Confesión.

Te convertiste en un recuerdo, la imagen borrosa de una película romántica, el sueño de mi adolescencia, la valentía de mi juventud. Aún hoy me cubre el sol, pero era tu calor el que me sanaba, yo disfrutaba cuando, al sonreír, tomabas mi cara y la analizabas, escrutando en mi mirada, indagando en mis mejillas, como si buscaras algún vestigio del pasado, de los secretos, de un silencio que sabías que guardaba y tanta curiosidad te producía. Pero así era yo: taciturna, misteriosa, reservada. Temía al tono de los demás, a las interpretaciones erradas y las historias retorcidas, hasta te temía a ti, cuando actuabas como un detective, haciendo preguntas, lanzando indirectas y simulando tapar el sol con un dedo, pues dentro de ese pecho tuyo latía un corazón curioso, ansioso de saberlo todo de la mujer que ama, de esa mujer por el cual bombeaba y trabajaba con tanto esmero. Lo admito, jamás pudiste saber todo de mí, pues a pesar de la confianza, los años de convivencia, las peleas y los encuentros, ligadas a esas travesuras mutuas, al sonido de la noche que nos respaldaba, al song de la música suave que me cantabas y la sencilla melodía de las ranas luego de una fuerte lluvia; acompañados con todo aquello, nos sentíamos afortunados, a pesar de todo. Pues tú nunca llegaste a saber que yo, sin importar que no lo expresara o que no te lo dijera, estaba tan enamorada de ti como las brisas lo estaban de un viento suave y natural, como las olas viciosas celaban a la arena o el mismo cielo lucía romántico cuando la luna aparecía. Carta para el hombre que tanto amé y nunca lo supo.

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