miércoles, 12 de junio de 2013

Cuando me siento a conversar conmigo misma.

    

    Cuando me siento a conversar conmigo misma, siempre me atacan tus consonantes y tus vocales, creo extrañarte tanto que me hago la que no lo hace, la que ya lo "superó", sea lo que eso signifique, y siento miedo de volver a aceptar esta realidad que quema tanto que evapora lágrimas, que calcina sonrisas y poco a poco consume mi cuerpo tan cansado: Me volví a enamorar.
    Soy de las que cree que guardar los secretos, guardarte a ti, guardármelo todo es igual de sano que andar a contárselo a eso que llaman muchos su mejor amigo, aunque también sé que tengo amigos en mi pecho muriendo con cada día que pasa, hartos de oírme hablar tanto de ti en mis pensamientos y ver cómo luego me sacudo la culpa de tus compromisos como si nada. ¿Por qué nos quejamos siempre de las cosas que nos pasan? Sueles hacer que me pregunte a veces. He visto muchísimas sonrisas que ante mis ojos lucen infundadas, pero que son más reales que las mías, aunque a ellas las he fabricado con cuidado, tanto, tantísimo cuidado, que sin ellas mi expresión siempre parece molesta, y la gente pregunta: ¿por qué estás molesta?, y yo les digo: No estoy molesta (lo extraño). Lo extraño la mitad del tiempo, ese tiempo absurdo de mis absurdos, ese tiempo maldito y masoquista, el tiempo que no corresponde extrañarlo, lo extraño el doble, y hasta el triple, lo veo mucho, lo siento poco, a él, a ti, a millones que no son como tú quisiera verlos hablarme así, para pensar que no eres tan especial después de todo, para pensar que puedo darme el lujo de reemplazarte, de cambiarte como al día en un chasquido por la luna melancólica, la luna que te trae de vuelta, que te posa sobre mi almohada y te hace escalar como un niño travieso hasta mis oídos, buscando un espacio vacío, un lugarcito oscuro en mi cabeza para convertirse en pensamiento.
    Cuando me siento a conversar conmigo misma, te extraño... o me imagino a mí contigo. Resuena tu ausencia en las paredes y golpea con certeza mis sentidos. El anhelo se vuelve entonces necesario para andar en el día, y urgente para conciliar una especie de sueño ligero por las noches. Así de faltante resultas (aunque no te conozco del todo), así de tambaleante es mi tranquilidad. Lo mejor sería que me dispararas un beso certero o que, de una vez y por todas, mi perfecta memoria se termine por acostumbrar a tu ausencia indefinida

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