jueves, 6 de junio de 2013

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    Estaba junto a él, allí, en mente y espíritu, aunque lo tenía a escasos treinta centímetros, no lo podía tocar, pero lo acompañaba desde lo más profundo de mi ser, desde donde se extiende todo ese amor sin fortuna, desde donde brotan ensangrentados sus jirones de piel marchita, su temor al injusto final (como el de Lorca), su agonía por verse, irónicamente, en esta misma situación.
    "No has perdido el tiempo luchando por mi amor, en cambio, el tiempo ha perdido su tiempo luchando contra nuestro amor", tenía ganas de decirle, mientras sujetaba su mejilla en la palma de mi mano y daba golpecitos leves en su hombro, en señal de que no estaba solo, de que no había muerte, en señal de que seguía con vida, de que estaba más vivo que nunca, más brillante de lo que alguna vez estuvo, pues hoy el escudo de la lealtad lo vestía completo, como un traje de gala, y de reloj llevaba la luna, para que la noche siempre lo vistiera con sus estrellas, para que no amaneciera y fueran exhibidos al sol sus sudores que enamoran como mariposas, que atraen como fragancias del bosque.
    "No llores, no llores tanto, amor mío, luego veremos cómo haremos para que estos pocos años de amarnos basten como razones para los que arremeten contra nuestro amor", en ese momento eran tantas las cosas que precisaba decirle, ya no con censura, ya no con temor, sino con una urgencia arrebatadora, con un grito ahogado o quizás, sólo quizás, con un centenar de lágrimas furiosas, porque verlo allí, tirado en el piso como un paño viejo de cocina, pidiendo tan sólo con la mirada un poco de misericordia, me crispaba la piel y retorcía mis entrañas, como abejas picándote los ojos, como hormigas comiéndote las manos...

No hay final,
al menos no por ahora.


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