Hablando con
unos amigos llegamos a tocar el tema de ese muchacho, siempre resulta bueno
tener la opinión de un hombre en cuanto a este tipo de casos. Sobre la mesa
—una pequeña y rectangular— yacían de forma desordenada tres vasos con refresco y
hielos y un par de servilletas. Recuerdo que la luz entraba desde mis espaldas
y alumbraba levemente las facciones del rostro de quienes ese día de junio me
acompañaban: Manuel y Rebeca.
— Creo, o al
menos espero, no estar enamorándome de él. Siempre me estoy quejando de la
soledad, de mi vida tan dura, de que no tengo tiempo para nada, ¡ni para
respirar! Que si los estudios, ir, venir, los viajes continuos— entonces, vi la
intención de Manuel de interrumpirme y me apresuré a decir—: ¡Ya sé lo que vas
a decir! Yo elegí hacer esto a mi manera, es cierto, pero eso no le quita lo
complicado…
— Al menos
eres fuerte— dijo Rebeca mirando a lo lejos, muy seriamente.
— No pareces
ser de las que se enamoran mucho… bueno, en realidad no pareces ser de las que
se enamoran reflexionó Manuel.
— Yo no sé de
qué especie soy— bromeé, tomando un poco de mi refresco—. El hecho es que no
estoy hecha de hierro, a veces me da por sentir esas cosas absurdas y estúpidas…
e incómodas… y…
— Ya
entendimos.
— Bueno, ya
una vez me pasó, no sería tan tonta como para volver a enamorarme de alguien
así, tan ciegamente. Sólo me pasó una vez y no pienso volver a caer en lo
mismo. Mucho lloré, mucho me engañé, mucho me decepcioné de mí misma.
— El asunto
es que nos volvemos unos imbéciles cuando nos enamoramos, y más a nuestra edad— dijo Rebeca. Apenas teníamos 19 años—, porque nos gusta eso de no pensar, de ser ciegos,
sordos y mudos, nos gusta meter la pata, sentirnos incómodos…
— Creo que
hasta nos gusta el rechazo, muy en el fondo— culminó Manuel.
— A mí no me
gusta fracasar— le dije segura.
— Eso es lo
que tú crees, lo que yo creo, lo que Rebeca cree, lo que todo el mundo cree, en
fin… muy en el fondo, muy muy en el fondo a todos nos gusta el rechazo.
— No— insistí.
— De alguna
forma nos hace sentir tan idiotas como vivos.
— Bueno, pero
ese no es el asunto— intervino Rebeca al ver que Manuel y yo estábamos a punto
de comenzar una discusión—, lo que de verdad nos interesa es que nuestra amiga
no se quiere enamorar, pero creo que ya lo está.
— ¡No!—
refuté—. De verdad que no, Rebeca.
— Estás en
negación.
De repente
casi siento la mesa temblar y el mundo darse vuelta en un segundo, mientras oía
a Rebeca hablar:
— Si fuera lo contrario a lo que pienso, justo ahora
estaríamos hablando mal de nuestros compañeros de clase o divagando sobre
cualquier cosa sin importancia, pero no, aquí estamos hablando de él. Que me parta un rayo ahora mismo, en este mismísimo
momento si tú no estás enamorada de ese muchacho.
— Pero… ¿tú qué tanto sabes del asunto?— le pregunté—. Me considero muy atenta con las señales, y no creo estar sintiendo los síntomas de un
enamoramiento…
— Bueno, yo sólo lo sé— entonces Rebeca miró a Manuel y
Manuel la miró a ella. Fue una mirada breve, pero acompañada de una sonrisita
fugaz.
— No entiendo qué quieres decirme, la verdad— me quejé,
cruzándome de brazos y hundiéndome en el sofá.
— Y dices ser muy atenta con las señales— dijo Manuel irónicamente,
tomando la mano de Rebeca con sutileza.
— ¡Pues sí!
— Cuánto ignoramos lo que nos rodea cuando estamos enamorados...— meditó Rebeca un poco sorprendida.
Yo no podía dejar de preguntarme a qué se debía su impresión.
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