lunes, 8 de agosto de 2016

La mujer equivocada.

— ¿Qué hiciste por ella?
— Todo...
— Me refiero a qué hiciste por ella... exactamente.
— Vamos, ¿y a qué viene esa pregunta?
— Bueno, precisamente a que no sabes responderla.
    Él no dijo nada, en cambio, se quedó contemplando las luces que colgaban del techo, las cuales se reflejaban justo sobre la barra donde compartíamos una cerveza, creando  así un discreto espectáculo de luces.
— ¿En qué piensas?— le pregunté, aunque ya me imaginaba a qué instancias lo habían llevado mis preguntas.
— En ella.
— ¿Solo en ella o...?— él reajustó su postura con cierta resignación, afincando ambos codos sobre la barra. Frustrado, sí, lucía frustrado.
— Pienso en que...— él dudó.
— Dime en lo que piensas— incentivé.
— Pienso en que la verdad no hice nada por ella— él tomó un trago de su cerveza y luego otro, y así cinco veces antes de continuar—: y ella solo quería quedarse a mi lado, solo eso.
— ¿Y tú qué querías? ¿Qué quieres?
— La quiero a ella.
— La quieres a ella... sin poder darle lo que ella desea, ¿no? ¿o acaso me equivoco?
    Rápidamente su expresión se tornó más sombría y se marcaron las venas de su sien y de su cuello.
— No sé cómo complacerla— terminó por decirme con inseguridad.
— Acabas de decirme que ella solo quería quedarse a tu lado, ¿no era esa la forma de complacerla?
— ¿Por qué hablas en pasado? ¿Acaso ella te dijo algo?
— No, todo lo has dicho tú— reflexioné—. Es fácil: si tienes frío, buscas calidez; si tienes hambre, vas a la cocina; si te gusta estar solo, buscas la soledad, ¿o no? A veces es así de básico y sencillo hacer feliz a la mujer que quieres.
— ¿Ella no te dijo nada? ¿Segura?
    Yo ignoré su preocupación y me concentré en decirle algo que venía pensando desde hacía mucho tiempo:
— ¿Sabes qué pienso?
— Pero por supuesto que no...
— Pretendes hacer feliz a la mujer que no amas.
— No entiendo.
— No tienes que hacerlo en este momento— le dije, tomando un trago. Él lucía en verdad intrigado e inseguro.
— Te llamé para hablar, pero solo me confundes.
— ¿Sabes qué más pienso?
— No sé si quiera saberlo.
— Igual te lo diré— él esbozó una media sonrisa, de nuevo resignándose—. No sabes lo que quieres, o lo sabes con tanta certeza que intentas convencerte a ti mismo de lo contrario, ¿cuál crees que sea?
— Ah...— él tartamudeó varios segundos antes de darse por vencido y callar.
— Creo que perdiste la concentración y, en consecuencia, la perdiste a ella— le dije, jugueteando con la botella vacía de mi cerveza—. Deberías meditar en eso.
    Él mantuvo el gesto congelado y solo abrió la boca para articular las palabras más cobardes y temerosas que un hombre puede pronunciar:
— ¿Te llevo a tu casa ya?


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