— ¿Qué
hiciste por ella?
— Todo...
— Me
refiero a qué hiciste por ella... exactamente.
— Vamos,
¿y a qué viene esa pregunta?
— Bueno,
precisamente a que no sabes responderla.
Él no dijo nada, en
cambio, se quedó contemplando las luces que colgaban del techo, las cuales
se reflejaban justo sobre la barra donde compartíamos una
cerveza, creando así un discreto espectáculo de luces.
— ¿En qué
piensas?— le pregunté, aunque ya me imaginaba a qué instancias lo habían
llevado mis preguntas.
— En
ella.
— ¿Solo
en ella o...?— él reajustó su postura con cierta resignación, afincando ambos
codos sobre la barra. Frustrado, sí, lucía frustrado.
— Pienso
en que...— él dudó.
— Dime en
lo que piensas— incentivé.
— Pienso
en que la verdad no hice nada por ella— él tomó un trago de su cerveza y luego
otro, y así cinco veces antes de continuar—: y ella solo quería quedarse a mi
lado, solo eso.
— ¿Y tú
qué querías? ¿Qué quieres?
— La
quiero a ella.
— La
quieres a ella... sin poder darle lo que ella desea, ¿no? ¿o acaso me equivoco?
Rápidamente su expresión
se tornó más sombría y se marcaron las venas de su sien y de su cuello.
— No sé
cómo complacerla— terminó por decirme con inseguridad.
— Acabas
de decirme que ella solo quería quedarse a tu lado, ¿no era esa la forma de
complacerla?
— ¿Por
qué hablas en pasado? ¿Acaso ella te dijo algo?
— No,
todo lo has dicho tú— reflexioné—. Es fácil: si tienes frío, buscas calidez; si
tienes hambre, vas a la cocina; si te gusta estar solo, buscas la soledad, ¿o
no? A veces es así de básico y sencillo hacer feliz a la mujer que quieres.
— ¿Ella
no te dijo nada? ¿Segura?
Yo ignoré su preocupación y me concentré en decirle algo que venía
pensando desde hacía mucho tiempo:
— ¿Sabes
qué pienso?
— Pero
por supuesto que no...
—
Pretendes hacer feliz a la mujer que no amas.
— No
entiendo.
— No
tienes que hacerlo en este momento— le dije, tomando un trago. Él lucía en
verdad intrigado e inseguro.
— Te
llamé para hablar, pero solo me confundes.
— ¿Sabes
qué más pienso?
— No sé
si quiera saberlo.
— Igual
te lo diré— él esbozó una media sonrisa, de nuevo resignándose—. No sabes lo
que quieres, o lo sabes con tanta certeza que intentas convencerte a ti mismo
de lo contrario, ¿cuál crees que sea?
— Ah...—
él tartamudeó varios segundos antes de darse por vencido y callar.
— Creo
que perdiste la concentración y, en consecuencia, la perdiste a ella— le dije,
jugueteando con la botella vacía de mi cerveza—. Deberías meditar en eso.
Él mantuvo el gesto congelado y solo abrió la boca para articular las
palabras más cobardes y temerosas que un hombre puede pronunciar:
— ¿Te
llevo a tu casa ya?
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