domingo, 14 de agosto de 2016

Sesenta y un kilómetros.

     

     Tú de nuevo que no estás, pero sé que, al igual que yo y en tu distancia, buscas dormir la tristeza.
     Podríamos consultar siete millones de médicos o acudir a instancias más espirituales o fetichistas: magos, brujas, hechiceros, da igual en este mundo donde todo es posible, pero dudo que alguno de ellos detente entre sus herramientas el somnífero necesario para hacer dormitar estas ansias de quererte que tanto ruido hacen aquí en este vacío de ti.
     Gritan los recuerdos que sesenta y un kilómetros separan tus manos de las mías, y, a tan solo ocho días de la despedida, me anticipa el olvido que su llegada tomará mil tiempos o quizás un par de besos perdidos. Decaigo, me fortalezco. Siento agrietarse la silueta de tu cuerpo en las instancias más recónditas de mis recuerdos. Dejas al paso de tu olvido cristales filosos como cuchillos, todos ellos dispuestos a lacerar mi piel con la invocación prohibida de tu nombre, y vuelvo a rodar de vuelta a tus brazos feroces, y vuelvo a retrasar el tren del olvido, y comienza desde cero el círculo vicioso de tus ojos, los mismos que me hipnotizaron durante sesenta y un kilómetros y se extienden y reparten como bruma sobre mis hombros. 
     No puedo parar de pensarte, ni mi pecho se detiene de implorarte, ¿con qué excusa vendrás ahora? Si es que aún mi cuarto huele a rosas y la música te dibuja, sin tenerte me sonrojas. Me fortalezco, decaigo.
     Sesenta y un kilómetros de aquel viaje y no puedo evitar zarandear la memoria de tus besos de vez en cuando, ¿es un pecado? ¿O acaso solo la experiencia más agridulce que me deja tu ausencia? Porque no hay sabor más triste que el de unos labios extrañando otros labios, y tú debes saberlo como ahora yo también lo sé.
    Sesenta y un kilómetros y aún nos falta camino por recorrer. Yo, desde mi absurda distancia, tan solo me pregunto si pensarás en volver...
¿piensas volver?

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